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Es investigador en el
Instituto de Investigaciones Históricas y profesor en la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional
Autónoma de México (UNAM). En septiembre se publica su
libro 'Inseguridad colectiva: La Sociedad de Naciones, la Guerra de
España y el fin de la paz mundial' (Valencia: Tirant lo
Blanch, 2016).
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Para Benito Mussolini la guerra no era sino una
de las más nobles tareas a las que podía
dedicarse el ser humano, y el estado natural de una nación
fuerte (como debía ser la Italia fascista) no debía
ser otro que el bélico. Lo repitió una y otra vez.
Desde 1931, la voluntad imperialista del Duce se proyectó
-en una estrategia con vistas a medio plazo- hacia nuevas
conquistas africanas (Etiopía) y una posición más
favorable hacia la hegemonía en el Mare Nostrum (España).
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Era menester, para ello, terminar con la
República Española, proclamada en la primavera de
aquel mismo año y cuya naturaleza democrática y
reformista detestaba. Y a la erosión de la República se
dedicó desde el mismo momento en que ésta se proclamó
(véanse los trabajos de Morten Heiberg e Ismael Saz). Resulta
razonable deducir que el exilio de Alfonso XIII en Roma -en la Roma
de Mussolini, pero también del rey Vittorio Emanuele III- no
fue ajeno a tales maniobras.
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A fin de cuentas, ¿a qué mejor que a conspirar puede dedicarse un rey que no reina? No resulta muy sorprendente que fuesen los monárquicos alfonsinos quienes internacionalizasen la sublevación y la posterior guerra derivada de la misma, tal y como Ángel Viñas ha puesto de manifiesto a través de recientes hallazgos documentales que han cambiado la interpretación del golpe de Estado.
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A fin de cuentas, ¿a qué mejor que a conspirar puede dedicarse un rey que no reina? No resulta muy sorprendente que fuesen los monárquicos alfonsinos quienes internacionalizasen la sublevación y la posterior guerra derivada de la misma, tal y como Ángel Viñas ha puesto de manifiesto a través de recientes hallazgos documentales que han cambiado la interpretación del golpe de Estado.
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En el otoño de aquel año 1931, Japón
invadió Manchuria. Pese a que China era un Estado miembro de
la Sociedad de Naciones, cuyo Pacto estipulaba que una agresión
cometida contra cualquier integrante sería considerada como
extendida contra todos los demás miembros del organismo,
apenas se hizo nada en Ginebra. Se creó así el primer
antecedente de impunidad ante la agresión. Ello envalentonó
a Mussolini, quien por otro lado consideraba que ni Reino Unido
ni Francia tenían legitimidad alguna para condenar su acción
imperial, cuando tanto Londres como París seguían
manteniendo vastas posesiones coloniales.
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A partir de 1934, la voluntad desestabilizadora italiana respecto a España se diluyó con motivo de dos factores: la llega¬da de la coalición radical-cedista al poder (con la posterior entrada en el Gobierno de dos ministros de una CEDA republicana por accidente y monárquica por naturaleza) y el inicio de la campaña italiana en Etiopía. Sin embargo, a la altura de julio de 1936 todo ello había cambiado de nuevo.
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A partir de 1934, la voluntad desestabilizadora italiana respecto a España se diluyó con motivo de dos factores: la llega¬da de la coalición radical-cedista al poder (con la posterior entrada en el Gobierno de dos ministros de una CEDA republicana por accidente y monárquica por naturaleza) y el inicio de la campaña italiana en Etiopía. Sin embargo, a la altura de julio de 1936 todo ello había cambiado de nuevo.
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Mussolini
como destructor del orden internacional
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No se ha puesto el necesario énfasis en el
liderazgo de Mussolini a la hora de romper el orden nacido en
Versalles tras la Gran Guerra. Tampoco se ha prestado la atención
necesaria a las motivaciones y objetivos de la política
exterior que puso en práctica. La absorbente figura de Hitler
terminaría concentrando la mayor parte de la atención,
ensombreciendo el honor del Duce como pionero en el desafío
internacional.
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La poca atención historiográfica
prestada a la Segunda Guerra Ítalo-Etíope sirve
como claro ejemplo de lo anterior. Dicho conflicto puso fin a toda
esperanza que pudiese albergarse en relación a garantías
por parte de la Sociedad de Naciones a la hora de asegurar un sistema
de seguridad colectiva, lo que constituía precisamente su
razón de ser. Las sanciones estipuladas por el Pacto de la
Sociedad de Naciones, aunque decretadas inicialmente contra Italia,
no tuvieron efectos prácticos (no se cerró el paso a
través del Canal de Suez ni se interrumpieron los suministros
de petróleo al país agresor), y fueron levantadas sin
mayores explicaciones en los inicios del verano de 1936.
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El Derecho Internacional pasó a carecer de
autoridad alguna. Mussolini tanteó la debilidad de las
democracias europeas y comprendió que podía continuar
con su política de agresividad exterior. Entretanto, Hitler
tomaba nota.
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Tras la victoria electoral del Frente Popular en
España en febrero de 1936 -que puso fin al bienio rectificador
de las reformas republicanas y que había calmado la acción
contra la República a la que Mussolini se venía
dedicando-, el mencionado levantamiento de sanciones en la Sociedad
de Naciones y la práctica liquidación victoriosa del
conflicto en Etiopía, el camino quedaba expedito para nuevas
aventuras por parte italiana. En el ámbito de las alianzas
internacionales, el progresivo desafío del Duce le valió
la admiración de Hitler, quien extrajo lecciones muy
claras en relación a la impunidad con que se podía
actuar en el exterior. Admiración que se revertiría
durante el año 1938, cuando el Führer tomó las
riendas en la decidida ruptura del orden internacional (diktat, a sus
ojos) establecido tras la Gran Guerra.
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Los apaciguadores guiños de las democracias
occidentales hacia Italia eran interpretados por Mussolini en clave
de licencia para agredir: lo hizo en Etiopía tras la
firma del Frente de Stresa y repitió jugada en España
tras el levantamiento de sanciones en la Sociedad de Naciones.
Desaparecidos los factores que habían motivado un aplazamiento
de la solución monárquica para España, Mussolini
entendió llegada la hora de dar un nuevo paso exterior y
retomar la erosión de la República.
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La gestación de la sublevación
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La gestación de la sublevación
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El 16 de junio de 1936, el líder del partido
monárquico Renovación Española, José
Calvo Sotelo, se autoproclamaba “fascista” ante las
Cortes españolas. Defendía que el poder debía
ser “conquistado por cualquier medio” y prefería
“ser militarista a ser masón, a ser marxista, a ser
separatista e incluso a ser progresista”. Por aquellas
mismas fechas, su correligionario Antonio Goicoechea escribió
a Mussolini para solicitarle ayuda.
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El
1 de julio tuvo lugar en Roma la firma de cuatro contratos,
descubiertos en 2012 por Viñas, en los cuales se detallaba el
material de guerra -con las
implicaciones que de ello se derivan- que desde el país
transalpino se comprometían a suministrar a destacados
repre¬sentantes monárquicos españoles, con el
mencionado Goicoechea y Pedro Sainz Rodríguez a la cabeza
(números dos y tres, respectivamente, de Renovación
Española). El dinero lo puso el célebre financiero Juan
March.
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La acción militar la encabezaba el general Sanjurjo, reputado monárquico y cuya relación con los mencionados políticos era estrecha, si bien la dirección técnica se confió al general Mola, presente en territorio español (Sanjurjo se encontraba exiliado en Estoril). La finalidad no era otra que perpetrar un golpe de Estado contra el gobierno constituido tras las elecciones generales celebradas en el mes de febrero anterior. Si el golpe no triunfaba, el material bélico moderno que se adquiría resultaría esencial.
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La acción militar la encabezaba el general Sanjurjo, reputado monárquico y cuya relación con los mencionados políticos era estrecha, si bien la dirección técnica se confió al general Mola, presente en territorio español (Sanjurjo se encontraba exiliado en Estoril). La finalidad no era otra que perpetrar un golpe de Estado contra el gobierno constituido tras las elecciones generales celebradas en el mes de febrero anterior. Si el golpe no triunfaba, el material bélico moderno que se adquiría resultaría esencial.
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Tres días más tarde, los Estados
representados en la Sociedad de Naciones votaron a favor de poner fin
a las sanciones impuestas contra Italia por su agresión en
Etiopía. El Pacto del organismo ginebrino fue violado sin otra
explicación que la conveniencia de reconocer el hecho
consumado del control militar italiano sobre territorio etíope.
El 15 de julio, las sanciones fueron oficialmente levantadas.
Aquel mismo día, Mussolini dio la orden de acercar doce
bombarderos Savoia-Marchetti S.M.81 pertenecientes a la Regia
Aeronautica -parte de los acuerdos del 1 de julio- al Marruecos
español. ¿Para qué esperar?
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Es decir, la puesta en marcha de la intervención italiana en España se produjo no ya antes del golpe de Estado, sino también antes del sospechoso prólogo que constituyó el asesinato del general Balmes en Gran Canaria. En la tarde de aquel mismo día 16, el jefe del Estado, Manuel Azaña, se trasladaría desde la Quinta del Pardo al Palacio Nacional por motivos de seguridad. Noticias inquietantes habían llegado a Madrid. Un día más tarde, los españoles se levantaron con la noticia del levantamiento militar del Ejército en Marruecos.
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Es decir, la puesta en marcha de la intervención italiana en España se produjo no ya antes del golpe de Estado, sino también antes del sospechoso prólogo que constituyó el asesinato del general Balmes en Gran Canaria. En la tarde de aquel mismo día 16, el jefe del Estado, Manuel Azaña, se trasladaría desde la Quinta del Pardo al Palacio Nacional por motivos de seguridad. Noticias inquietantes habían llegado a Madrid. Un día más tarde, los españoles se levantaron con la noticia del levantamiento militar del Ejército en Marruecos.
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La información que antecede relativa a la
orden de Mussolini la incluyó el Gobierno de la República
en un dossier privado remitido a la Secretaría de la Sociedad
de Naciones, la cual no reaccionó de forma alguna. El máximo
representante francés en Rabat (commissaire résident
général), Marcel Peyrouton, había alertado
previamente a París con esa misma información.
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También la recogerían posteriormente
variadas fuentes de la época, como el comisario italiano de
las Brigadas Internacionales, Luigi Longo, o los periodistas
‘Pertinax’ (André Géraud) y Éleuthère
Nicolas Dzelepy, cuyos relatos cayeron en el olvido. Se trataba de la
ayuda aérea acordada en los contratos del 1 de julio, y que
saldrían desde el aeródromo de Elmas, en Cagliari
(Cerdeña), hacia el Marruecos español, concretamente a
Nador, en la madrugada del día 30 de aquel mes de julio.
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Previamente, en Milán (sede de la Società
Idrovolanti Alta Italia -SIAI-, con la que los monárquicos
españoles firmaron los mencionados contratos), los obreros de
la fábrica de armas Breda se esforzaron en borrar las
in¬signias distintivas italianas de los aparatos, horas antes de
la primera etapa Milán-Cagliari. Dada la evolución de
los acontecimientos, dichas acciones cautelares de poco servirían.
Pero a Mussolini tampoco le importaría.
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Antes del envío hubo un momento de confusión
que explica que la ayuda oficial de Mussolini no se produjese hasta
el 27 de julio. La inteligencia militar italiana en Tánger
había informado a Roma de que al frente de la sublevación
se encontraba el general Franco. Sin embargo, las negociaciones y los
contratos se habían cerrado con líderes monárquicos.
Franco había sido ajeno al vector italiano del golpe.
El 24 de julio, Goicoechea y Sainz Rodríguez se desplazaron de
urgencia a Roma y aprobaron ante Mussolini el liderazgo franquista
desde Marruecos, convencidos del fondo monárquico del general.
Los aviones se pusieron en marcha tres días más tarde.
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Mientras tanto, tras la muerte en accidente aéreo
de Sanjurjo en Cascais y el estancamiento de Mola en el norte de la
Península, y con Franco al frente de las tropas marroquíes
-las mejor preparadas para el combate dentro del Ejército-,
éste se situaba en el camino del liderazgo único y
absoluto entre los sublevados. Máxime tras la respuesta
positiva de Hitler a su petición personal, que se tradujo en
la primera gran operación internacional en España: el
paso del Estrecho de Gibraltar de las tropas de Marruecos gracias a
la puesta en pie del primer puente aéreo militar de la
Historia, operación sin la cual la sublevación hubiese
fracasado (la Marina, leal al gobierno republicano, había
bloqueado el paso del Estrecho). La aceptación de la
iniciativa de Franco por parte de los monárquicos españoles
y de Mussolini hizo el resto.
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Por otro lado, Mussolini y Franco tenían no
poco en común, y la situación del segundo al frente de
la sublevación no debió de incomodar en demasía
al Duce. Empezando por el tipo de campaña militar que ambos
emprendieron en África; el primero desde el poder y el segundo
desde el alto mando del Ejército, ambos en búsqueda de
resucitar pasadas glorias imperiales. Casi huelga señalar que
dicho voluntarismo fue acompañado del uso de métodos de
guerra sin escrúpulo o límite alguno, en el marco de la
vieja clave colonial de civilización contra barbarie.
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Lo que aconteció en España hace 80
años fue por lo tanto un golpe de Estado internacional, que
derivó en lo que Julio Aróstegui atinó a definir
claramente como un ‘equilibrio de incapacidades’:
el golpe semitriunfa y semifracasa a un mismo tiempo, y ninguno de
los dos bandos en liza es capaz de revertir la situación en un
plazo razonable. La consecuencia de tal escenario fue mucho más
que una guerra entre españoles: se trató de una guerra
internacional en suelo español. La caracterización de
la Guerra de España como mera guerra civil no fue inocente, y
resultaría clave para la permanencia de Franco en el poder
tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. España quedaba,
una vez más, a deshora en el mundo.
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Hacia
una reinterpretación más rigurosa de la Guerra de
España
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Para una correcta interpretación de la Guerra
de España, es necesaria una comprensión rigurosa y en
su justo valor de la dialéctica entre los factores endógenos
y exógenos del conflicto; es decir, de medir la balanza entre
los factores internos -para cuyas raíces estructurales habría
que remontarse mucho atrás en el tiempo- y los externos
-conjugados a través de las diferentes intervenciones e
inacciones internacionales puestas en liza-. Difícilmente
se puede comprender aspecto alguno del conflicto sin tener en
rigurosa y permanente consideración el contexto internacional
que lo envolvió y moduló a un mismo tiempo. Dicho
contexto, configurado por miedos y prejuicios tanto como por
intereses sociopolíticos y económicos, determinó
de principio a fin los acontecimientos que tuvieron lugar en España.
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¿Quién internacionalizó los problemas de España, el golpe de Estado y la guerra que le siguió? No el gobierno republicano. Los sublevados hicieron gala de una retórica marcada por clásicos mecanismos de proyección -como ha analizado Viñas- en lo relativo a la injerencia internacional en los asuntos españoles. Su tesis era que España estaba nada menos que en vísperas de una revolución inspirada desde Moscú. Tal posibilidad jamás ha sido refrendada por asomo documental alguno; por el contrario, acerca de los planes de Stalin para España sí hay pruebas, las cuales se corresponden con la actuación internacional soviética -marcada entonces por la búsqueda de una alianza antifascista con las democracias occidentales, dentro del sistema de seguridad colectiva-, y están en las antípodas de las intenciones que determinada propaganda insiste en atribuirle.
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¿Quién internacionalizó los problemas de España, el golpe de Estado y la guerra que le siguió? No el gobierno republicano. Los sublevados hicieron gala de una retórica marcada por clásicos mecanismos de proyección -como ha analizado Viñas- en lo relativo a la injerencia internacional en los asuntos españoles. Su tesis era que España estaba nada menos que en vísperas de una revolución inspirada desde Moscú. Tal posibilidad jamás ha sido refrendada por asomo documental alguno; por el contrario, acerca de los planes de Stalin para España sí hay pruebas, las cuales se corresponden con la actuación internacional soviética -marcada entonces por la búsqueda de una alianza antifascista con las democracias occidentales, dentro del sistema de seguridad colectiva-, y están en las antípodas de las intenciones que determinada propaganda insiste en atribuirle.
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La Unión Soviética, tras la reiterada
denuncia de la farsa que constituía la no intervención
puesta en pie por Londres y París, al no impedir la
participación italiana y alemana del lado franquista, acudió
dos meses más tarde en socorro de la abandonada República
Española. Y lo hizo también en clave de aviso a las
potencias fascistas. Ello contribuyó de forma decisiva a la
resistencia republicana. Pero también a la desvirtuación
propagandística del carácter de la propia República,
precisamente por parte de aquellos gobiernos que la arrojaron,
mediante su abandono, al flotador que pasó a constituir
Moscú.
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La tesis de una supuesta revolución comunista en España ha sido desmontada por la historiografía una y otra vez. Pero, para cortar tal imaginaria revolución comunista, se llevó a cabo una -esta vez nada imaginaria- rebelión de marcado tinte fascista. Evidentemente, dicho componente convenía omitirlo en la narrativa de la sublevación propagada por los propios rebeldes, presentando ésta como un levantamiento patriótico contra extraños cuerpos extranjeros.
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Los mismos mecanismos de proyección se aplicaron igualmente en las apelaciones al ‘orden’. El objetivo no era otro que la creación de un ‘estado de necesidad’: para ello se propagó la tesis de que España, tras la victoria electoral del Frente Popular, se hallaba envuelta en el caos. En tal supuesta defensa del orden, para terminar con la también supuesta anarquía republicana, se violaron el orden constitucional español, las normas del Derecho Internacional, el juramento militar, la soberanía ciudadana de los españoles y la propia soberanía nacional de España.
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La tesis de una supuesta revolución comunista en España ha sido desmontada por la historiografía una y otra vez. Pero, para cortar tal imaginaria revolución comunista, se llevó a cabo una -esta vez nada imaginaria- rebelión de marcado tinte fascista. Evidentemente, dicho componente convenía omitirlo en la narrativa de la sublevación propagada por los propios rebeldes, presentando ésta como un levantamiento patriótico contra extraños cuerpos extranjeros.
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Los mismos mecanismos de proyección se aplicaron igualmente en las apelaciones al ‘orden’. El objetivo no era otro que la creación de un ‘estado de necesidad’: para ello se propagó la tesis de que España, tras la victoria electoral del Frente Popular, se hallaba envuelta en el caos. En tal supuesta defensa del orden, para terminar con la también supuesta anarquía republicana, se violaron el orden constitucional español, las normas del Derecho Internacional, el juramento militar, la soberanía ciudadana de los españoles y la propia soberanía nacional de España.
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La sublevación de julio de 1936 debe ser
reescrita con más tinta civil -no sólo militar-,
monárquica y fascista. Monárquicos españoles y
fascistas italianos se unieron en torno a la restauración de
la Monarquía en versión corporativa y a sueños
imperiales que recuperasen glorias pasadas, negando la condición
ciudadana y la esencia del Estado-nación. La habilidad del
general Franco los sepultó como ingenuos. Contribuyeron, eso
sí, a expedir el camino hacia una Segunda Guerra Mundial de la
que España fue la primera batalla; no el prólogo, que
correspondió a la agresión contra Etiopía y el
levantamiento de las sanciones inicialmente impuestas a Italia en
mero cumplimiento del artículo 16 -el más importante-
del Pacto de la Sociedad de Naciones. Ello equivalió a la
aceptación internacional de la impune violación de la
soberanía nacional, así como a la quiebra definitiva
del orden internacional emanado de la Primera Guerra Mundial.
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En el camino de la Segunda Guerra Mundial
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En el camino de la Segunda Guerra Mundial
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La Sociedad de Naciones fue una de las tres
principales consecuencias de la Gran Guerra, junto al desmembramiento
de los cuatro grandes imperios de la Europa continental y al
estallido de la Revolución Rusa. Tras su nacimiento con el
Tratado de Versalles que concretó las condiciones de paz,
constituyó el marco por excelencia para las relaciones
internacionales de la época. El organismo de Ginebra
representaba un puente entre el mundo imperial del siglo XIX y el
auge del Estado-nación del siglo XX, cuya esencia multilateral
debía reformular el modus operandi de las relaciones
internacionales.
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Su fin último era garantizar un sistema de seguridad colectiva que evitase la repetición de un conflicto de las dimensiones de aquella Primera Guerra Mundial. La anulación del organismo por parte de las democracias occidentales dio paso a un estado de inseguridad colectiva que desembocó en la Segunda Guerra Mundial. España fue el primer escenario que lo atestiguó.
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Su fin último era garantizar un sistema de seguridad colectiva que evitase la repetición de un conflicto de las dimensiones de aquella Primera Guerra Mundial. La anulación del organismo por parte de las democracias occidentales dio paso a un estado de inseguridad colectiva que desembocó en la Segunda Guerra Mundial. España fue el primer escenario que lo atestiguó.
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El análisis de la Guerra de España
dentro del marco de la Sociedad de Naciones sirve para enriquecer la
visión sobre aspectos esenciales como el valor de la
democracia y sus debilidades y peligrosas imperfecciones, el
significado de una institución supranacional y multilateral en
un mundo crecientemente interconectado, el prominente rol que el
miedo juega en períodos de crisis -y cuyo papel decisivo en el
desarrollo de la Historia no parece calibrarse nunca de forma
suficiente-, la ausencia de solidaridad derivada de lo anterior y los
prejuicios de clase que condujeron a los líderes de las
democracias occidentales a ignorar los vaticinios de los
representantes de España en Ginebra.
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Ya en septiembre de 1936, el ministro de Estado
republicano, Julio Álvarez del Vayo, proclamaba en su discurso
ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones: “Los campos
ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de
batalla de la guerra mundial”. Vaticinios que se
convirtieron en realidad mucho antes de lo que dichas democracias
podían imaginar, confiadas en apaciguar a los agresores con
entregas como la española, la etíope o la china. Es
decir, de aquellos actores más débiles cuya integridad
la Sociedad de Naciones debía garantizar, en virtud del
sistema de seguridad colectiva que debía regir el mundo
surgido de Versalles.
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El artículo 10 del Pacto de la Sociedad de
Naciones estipulaba que todos los Estados miembros del organismo se
comprometían a respetar y mantener la integridad
territorial y la independencia de todos los demás frente a
toda agresión procedente del exterior. Era ahí donde se
insertaba la intervención de Italia y Alemania a favor del
bando sublevado, lo que daba a la Guerra de España una nueva
dimensión que sobrepasaba la de una mera guerra civil. La
consideración del conflicto en clave interna o internacional
no tiene nada de baladí, toda vez que tal consideración
era la que determinaba la aplicabilidad o no del articulado clave del
Pacto, y la existencia o no de responsabilidades formales por
parte de los países integrados en Ginebra; empezando por las
democracias europeas. Era también lo que implicaba la
consideración del Comité de No Intervención
establecido en Londres dentro o al margen del Derecho Internacional
de la época. Ni más ni menos. Los delegados
españoles y mexicanos no dejaron de recordarlo en cada
encuentro de la Sociedad de Naciones.
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La violación de la soberanía resulta,
por lo tanto, el punto clave para comprender la inserción del
caso español dentro de la progresiva situación de
guerra general que transcurre durante la década comprendida
entre 1935 y 1945. La soberanía era lo que garantizaba el
Pacto de la Sociedad de Naciones, supuesto eje vertebrador del
Derecho Internacional de la época. Cabe señalar que no
se garantizaba la democracia ni cualquier otra forma de gobierno; el
carácter democrático de la República Española
puede hacer más condenable para determinados ojos la agresión
internacional, por un lado, y el abandono internacional, por otro,
sufridos por la República. Pero no es el quid de la cuestión.
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Quien comprendió perfectamente lo que estaba
en juego fue el México de Lázaro Cárdenas,
país para el que la cuestión de la soberanía
tenía implicaciones cuasi sagradas, y que jugó
hábilmente sus bazas (combinación de discurso
antifascista y soberano) de cara a la adopción de una medida
trascendental como fue la expropiación y nacionalización
del petróleo. Una decisión impensable de no producirse
en un contexto internacional tan extraordinario, dada la tradicional
amenaza de la vecindad estadounidense. Ello ayuda a explicar la
defensa mexicana a ultranza tanto de Etiopía como, sobre todo,
de España (al margen de una muy sincera identificación
con la causa republicana por parte del gobierno y la diplomacia
cardenista, como demuestran tanto la documentación privada de
la época como la posterior acogida del exilio).
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Una lección primaria para el historiador es
que el conocimiento del pasado no sirve para adivinar el futuro. Pero
sí para comprender las funestas consecuencias de determinados
patrones de conducta. A 80 años del golpe de Estado que inició
la guerra en España, y con una Europa que afronta el mayor
desafío multifocal contemporáneo (interminable crisis
económica, quiebra generacional, gran aumento de la
desigualdad con sus riesgos implícitos, amenaza terrorista de
carácter asimétrico y transnacional, drama de
refugiados…), la creciente pérdida de legitimidad de la
democracia motivada por una extendida percepción de afrenta a
la soberanía -ya sea popular o nacional- no permite augurar
perspectivas halagüeñas de futuro.
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No obstante, el análisis y la reflexión
en torno al pasado deben servir para descubrir y redimensionar las
fuerzas últimas que mueven determinados comportamientos
humanos, tanto a nivel individual como en colectividad. Y conviene
mantener presente la máxima de María Zambrano de que el
ser humano no sólo padece la Historia, sino que también
la hace.
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