En su panglosianismo exacerbado, Rajoy cree que vivimos en el mejor
de los mundos posibles y que lo que sucede ocurre porque así tiene que
ser.
Antes de las elecciones de diciembre, Rajoy pensaba –cosa
que no suele hacer con demasiada frecuencia porque ¿para qué?- que
después de los miles de tropelías protagonizadas por miembros de su
formación, de su contribución insuperable
a la fragmentación de España y al empobrecimiento general del país,
sufriría un voto de castigo que le dejaría sin posibilidades para seguir
morando en el Palacio de la Moncloa. Si su sorpresa en vísperas de
Navidad fue superlativa al ver los resultados, los obtenidos por su
formación en junio le llevaron al orgasmo diferido sin que mes y medio
después haya podido dejar de jadear. España está conmigo, se dice una y
otra vez, son los demás quienes tienen que cambiar y adaptarse a mi modo
de hacer política porque es lo que conviene a España, país muy español
con mucho españoles. Sin embargo, lo que nos estamos jugando estos días
no es la celebración o no de nuevas elecciones, sino la subsistencia de
un modo de hacer política que amenaza muy seriamente el bienestar y la
libertad de casi todos. Uno solo de los casos de corrupción que ha
protagonizado el Partido que dirige Mariano Rajoy habría bastado en
cualquier país de nuestro entorno para provocar la dimisión irrevocable
de todo el Gobierno; la situación de miseria en la que se ha obligado a
vivir a millones de personas y las leyes que recortan derechos y
libertades, le deberían haber deparado el repudio de los votantes. Nada
de eso ha sucedido, en vistas de lo cual Rajoy espera con absoluta
tranquilidad la llegada de los Reyes Magos, aunque se hunda el mundo.
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